Una de las cosas que siempre he admirado es la capacidad que tienen algunas personas para determinar sin asomo de duda, con dos o tres toques con los dedos y pegando la nariz en el sitio preciso, si un melón es bueno, si está en su punto o si no vale nada. Y hay un mundo de un melón bueno a otro malo.
Reconozco que yo no he sido dotado con esa capacidad. Conozco la teoría, pero con los melones no hay teoría que valga. Sé que hay que oler en varios puntos de la piel para comprobar que el aroma es el correcto; que hay que sopesarlo para cerciorarse de que no está lleno de agua, y que hay que presionar con el dedo en el extremo opuesto al peciolo para ver si cede y se recupera.
También sé que si no huele bien, si pesa poco o si está demasiado duro o demasiado blando al tacto, el melón no está bien. Eso es lo único que es seguro; el problema es que, aunque la prueba parezca satisfactoria, no hay garantías de que el melón sea perfecto. Ese es, por lo visto, un arte para iniciados. Antes, hace mucho tiempo, dejaban ‘calar’ los melones, esto es, probarlos, con lo que la cosa no tenía mérito; ahora... ya es más difícil, ya.
Lo que sí sé es que me encanta el melón, sobre todo en verano. Sé también que es una de las cosas sólidas que contiene más agua, más del 90 por ciento, pero... qué agua tan rica. Tampoco ignoro que durante mucho tiempo el melón fue vilipendiado por los galenos; aún anda por ahí esa afirmación de que el melón “por la mañana es oro, por la tarde plata y por la noche mata”. No hagan caso. Yo he cenado melón muchísimas veces y, mal que bien, todavía sigo en este mundo. Los clásicos aconsejaban tomar el melón, no como postre, sino como aperitivo, antes de la comida.
Listin DIgital
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